Señor y ya lo ves…
Autora:
María Enriqueta Camarillo de Pereyra (1872–1968)
Señor, y ya lo ves…
parece una flor entre las flores,
¡qué tranquilo está, qué tranquilo!,
si parece que lo miro
jugueteando en la vereda
con los amigos que traía de la escuela.
Ya lo miro, Señor,
lanzarse en gran carrera
tras la pequeña mariposa
que aletea primorosa
en el patio de mi casa.
Lo veo vestido de vaquero,
con pistolas y cananas bien prendidas;
no hay otro valiente como él
en todo aquel potrero.
Hoy representa la ley,
mañana será cuatrero,
pasado será soldado…
o tal vez un marinero.
Ese es mi hijo amado,
a quien cuidé con gran esmero.
Los domingos, con su madre,
se levantaba muy temprano:
—¡Nos vamos a misa! —pregonaba
mientras sus labios dibujaban
una sonrisa…
la sonrisa que a mi alma le indicaba
que también yo debía ir.
Muy despacio,
entrábamos al templo
tomados de la mano.
Con agua bendita se santiguaba
como todo buen cristiano.
—Aquí vive mi papá, Diosito —me decía.
¡Pobrecito!
Y otra vez, Señor,
parece una flor entre las flores.
Terminada la misa,
la vieja iba al mercado,
y él, hábil como era,
corría a hacernos un mandado.
Devuélvemelo, Señor, ¡yo te lo exijo!
Quiero sentir un beso
de la boca de mi hijo.
Quiero gozar de sus tiernas travesuras,
para elevarme a las alturas
de mi felicidad.
Señor, yo te suplico.
Tú que eres justo,
comprendes que él era mi ilusión,
era un pedazo de mi corazón.
Hoy lo miro…
muy tranquilo, muy quieto,
en su mortuoria caja.
¿Es este el principio de mi fin?
Virgen María,
tú que conoces el amor a un hijo,
tú que sabes de la soledad
tras la partida…
¡Apiádate de mí, Señor!
No estoy de acuerdo,
lo grita mi dolor,
lo clama el frenesí.
No estoy de acuerdo
con tus palabras:
“Dejad que los niños vengan a mí…”
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