miércoles, 4 de octubre de 2017

Elegia de la Raza

ELEGÍA DE LA RAZA
Por MIGUEL ANGEL LEÓN
Era recio,
el más recio de todos los vaqueros.
Bajo este sauce como
bajo una jaula de jilgueros
habíamos plantado nuestra choza.
La vida me pasaba haciendo risas en su boca
como se pasa el río haciendo rosas en la campiña.
Yo le daba mis brazos para que con ellos se ciña
como se ceñía la beta cuando se iba a luchar con los toros
venía con la tarde y con los ruidos sonoros
de su brava espuela.
La choza bien abierta, abierta como un día
sonreírle parecía
con sus menudos dientes claros de candela.
Yo sola, yo sola y mi perro
cerca del fogón preparando la hogaza;
siempre me traía del cerro
plumas de cóndor y pieles de chacal
adornos propios para mi raza.
Era de verle vestido, su vestido de cabra
tenía espinas y rosas como tiene el rosal
y era un lazo de amor blandiendo su palabra.
Era recio, el más recio de todos los vaqueros,
era de verle domando los potros más fieros.
La ardilla de su cuerpo estaba fundida en las candentes
fraguas de los volcanes;
de tanto darse contra los torrentes
se había endurecido
su carne bruñida;
le habrían paso hasta los huracanes
y no le importaba dejar la vida
como una cinta de sangre
en la punta de una lanza.
Apto para la guerra;
apto para la labranza
hacía de un puñado de tierra
un océano de maíz;
agarrado a su chacra como una raíz,
afilaba el machete de la venganza

en la piedra negra de su orgullo;
su palabra de odio era como un capullo
escarlata en la boca.
Esbelta la figura, bronceada la piel;
así era él,
indio de la raza pura,
hijo legítimo del sol.
Un día, lo recuerdo, un día
el amo hizo chasquear la rienda en el granito
de sus espaldas. Se oyó un grito,
un grito de coraje, un grito fiero.
que parecía
vibrar entre sus dientes como una hoja de acero.
Ese grito, era el grito de aquel hombre mío,
que al sentir el rayo de la rienda en la cara
lanzóse contra el amo
con los ojos cerrados,
como se lanzan los toros
a embestir el páramo.
El amo volvióse del color que tienen
los pétalos de la retamas.
Dió un paso, un trágico paso,
trémulo hacia atrás y de repente
sacudiendo su melena de llamas
del cinturón de cuero
salta la fiera de una pistola!...
El balazo
al sembrarse en la cara del recio vaquero
hizo brotar una amapola
de sangre.
Era la última víctima de la guerra
de la conquista;
sus labios besaban la tierra
y eran como dos lucecillas
moribundas su vista;
sus ojos que tenía el color de las uvillas
se habían enardecido
y como los tigres moría
mordiendo un bramido...
Cómo me pasó toda la noche hasta la madrugada
con el oído
puesto en su pecho oyendo su vida...!
Depués... todo fue nada,

murió el más recio vaquero de las vaquerías;
el que tenía
las espaldas anchas como los troncos de pino.
Después... todo fue nada,
y el amo ese día como todos los días,
bebió leche fresca y un vaso de vino.
Después... todo fue nada.
Solo yo por las noches oigo el sonar de su bocina
y siento que por los caminos camina
arrastrando su poncho;
y tengo envidia del perro de ojos de fósforo
que debe verlo en el concho
porque aulla tan negro; porque aulla tan hondo.
Canta mirlo negro: di tu deprofundis torcaza.
Río que vienes gritando desde arriba
llora mi dolor y el dolor de la raza,
de esta raza vencida.
Qué juro que era fuerte
cómo fue el hombre mío;
que juro que era bello como los búcaros
de las aguacollas rojas.
Juro que era bravo; por eso lo domaron
como se doma a los chúcaros
con el látigo y la rodaja;
Juro que tenía
los músculos anchos
y duros como las chontas.
¡Juto que algún día!
del bronce de su carne
como de un pedrisco, tiene que brotar la luz
Pero indio, pobre raza,
hasta de Jesús
no le enseñaron más que la cruz
y la corona de espinas,
nunca le dijeron que era hermano
del hombre que habla castellano
y a golpe como en las minas
extranjeron de su cuerpo el oro;
por eso no tiene más amigos
que el asno, el perro y el toro,
el que barbecha las tierras
y hace brotar los trigos.
Canta mirlo negro. Di tu profundis torzaza.
Río que vienes gritando desde arriba,
llora mi dolor y el dolor de mi raza.

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